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Instituto Nacional Yrigoyeneano

Testimonio de un secuestro de la Dictadura

Hipólito Solari Yrigoyen simboliza una vida consagrada al ideal de la república y la libertad, de valores absolutos como la democracia y los derechos humanos

Fui secuestrado del 17 de agosto de 1976 en mi domicilio de la calle Aaron Jenkins 593, Puerto Madryn, donde también vivo en la actualidad, aunque por razones de salud y de mi avanzada edad, debo estar bastante en Buenos Aires, cerca de mis médicos, en caso de necesitarlos. Recuerdo la fecha con exactitud pues es el día del aniversario del fallecimiento, en 1850, del Libertador General José de San Martín. El operativo ilegal fue realizado por una comisión militar, en la dictadura del entonces general Jorge Rafael Videla, a quien la democracia lo destituyó del Ejército con pérdida del grado militar. Serían las dos de la mañana cuando una perra que dormía la lado de mi dormitorio me despertó con sus ladridos y sentí que sonaba el timbre. Me levanté y fui a una ventana del primer piso que da al jardín del frente de la casa y vi que la misma estaba rodeada de militares con uniformes de fajina y de varios vehículos.

Todos los procedimientos en la zona, llamados con arbitrariedad por la dictadura “antisubversivos”, los hacía el área represiva 536, con asiento en Trelew que estaba a cargo de un oficial militar con el grado de mayor, que dependía del V° Cuerpo del Ejército, cuyo jefe de Seguridad, el general Acdel Vilas, era quien ordenaba y dirigía estos operativos ilegales. Sobre este militar pesaron serias acusaciones de ser responsable de crímenes de lesa humanidad, primero en Tucumán y después en Bahía Blanca. En el Senado yo presenté entonces un pedido de informes sobre lo acaecido en Tucumán pero no pudo ser tratado porque poco después se produjo el golpe de Estado de 1976. Según lo supe con posterioridad, a causa de ese proyecto, Vilas guardó un sentimiento de odio hacia mi persona que lo llevó a vengarse, en la primera oportunidad que se le presentó, ordenando mi secuestro, con la intención de que pasara a integrar la triste lista de los desaparecidos para siempre. Cuando el país reconquistó la democracia con Alfonsín, Vilas tampoco pudo ser sometido a juicio y condenado por haberse invocado y probado su estado de demencia. Murió el año 2010.

Al iniciarse el operativo de mi secuestro en el domicilio de Puerto Madryn, uno de los militares que se individualizó con un nombre indescifrable, seguramente supuesto, dijo ser Capitán del Ejército y que venían a traerme un radiograma. Por el contexto de terror que entonces se vivía en el país tomé conciencia inmediata que me esperaban momentos muy graves y que mi vida estaba en peligro. Descendí a la planta baja y abrí la puerta. Me dispararon un tiro y tuve la sensación de que el mismo casi me había rozado la frente. Este balazo fue registrado, horas más tarde, por la policía de Puerto Madryn que encontró la cápsula de la bala y constató el orificio que dejó en la pared. Inmediatamente unos hombres, también uniformados, se me tiraron encima. Me ataron de pies y manos, estas por detrás, lo que no tardé en aprender que es un tormento que provoca gran sufrimiento. Me amordazaron, me vendaron los ojos y me encapucharon. Me dieron una inyección que no me durmió ni me trajo sosiego en el calvario que empecé a transitar en ese momento. Todo el procedimiento se hacía sin gente que lo viera pues mi casa estaba apartada, era la última del pueblo, con calles de tierra y sin faroles de luz. Tiempo después, cuando la Argentina había regresado a la democracia, se supo que hubo un testigo que venía de pescar y que por temor permaneció oculto entre los médanos y el que dio su testimonio de lo que vio a la Justicia.

Como había sido senador nacional y vicepresidente del Bloque de la UCR hasta el golpe de Estado del 24 de marzo de ese año, nunca quise pedir, en mi condición de vecino, la pavimentación de la calle y los servicios de luz, teléfono y agua corriente. Esta última la compraba y la almacenaba en una cisterna que había hecho construir con ese propósito. En nuestro domicilio estaba solo, pues mi señora debía de retornar ese día ya que había viajado a Buenos Aires donde estaban estudiando nuestros tres hijos. Ella volvió conforme a lo previsto y, ante mi ausencia, y el desorden en que encontró nuestra casa, pudo hacer la denuncia de mi desaparición y de los robos perpetrados en ella por los captores. El auto de mi propiedad fue encontrado días después destrozado por una bomba en la zona de chacras del Río Chubut.

Los militares que actuaban en mi secuestro me alzaron y me metieron en el baúl de un auto cerrando la tapa. Comenzó para mí una lucha para poder respirar a través de la mordaza. Sentía que me faltaba el aire y me asfixiaba. El coche se puso en marcha y anduvo aproximadamente una hora cuando se detuvo y de nuevo alzado se me introdujo en un camión. El trayecto se había hecho por camino de tierra, lo que me hizo presumir que era la ruta que une Puerto Madryn con Rawson, la capital de la provincia, la que todavía sigue sin asfaltar. Cuando el vehículo, algo después, se detuvo, me introdujeron en un edificio y me acostaron. Pasaron más de dos horas, aproximadamente, cuando nuevamente me subieron a una camioneta, la que partió y algo después se detuvo en un aeropuerto asfaltado donde me subieron a un avión de pequeñas dimensiones. El único aeropuerto de esas características en la zona era el de la Base Aeronaval Almirante Zar de Trelew.

En el avión percibí que había otro secuestrado y que era mi amigo y diputado nacional hasta el golpe de Estado Mario Abel Amaya, pues oí sus quejidos. Él era soltero y residía con su madre en Trelew donde, como me lo contaría después, fue apresado por un grupo de tareas de la ya mencionada área represiva. También había sido detenido unos días antes y luego liberado por las mismas personas que ahora lo secuestraban, comandados en tal diligencia por el oficial del ejército a cargo de las misiones autoritarias en esa zona.

El avión comenzó su vuelo y supe que lo hacía hacia el Norte pues el día despuntaba y se veía que su claridad venía del Este. Cuando descendió, alrededor de una hora después, supe que estábamos en la Base Naval de Bahía Blanca. Por mis funciones legislativas yo viajaba todas las semanas a Buenos Aires y podía calcular la duración del vuelo entre escalas. En ese entonces no había vuelos directos y el avión DC3 de Aerolíneas Argentinas, que unía Trelew con Buenos Aires, paraba en Bahía Blanca. A Amaya y a mí nos llevaron a un lugar relativamente cercano donde nos bajaron a los golpes. Los tormentos que ahí comenzaron pasaron a ser una rutina permanente para mi persona en los nueve meses que siguieron.

La Escuelita

No sabía donde estaba pero luego, como lo detallé en mi exposición judicial, cuando el país regresó a la normalidad constitucional, supe que era el Regimiento 181 de Comunicaciones, del V° Cuerpo de Ejército, donde funcionaba un campo de concentración y exterminio denominado La Escuelita. Las personas que nos castigaban con golpes y patadas, sabiendo que Amaya y yo eramos radicales, proferían groseros insultos contra Ricardo Balbín, el presidente del Comité Nacional de nuestro partido. En cuanto tomó conocimiento de lo ocurrido, Balbín repudió, con energía, en un comunicado, nuestra desaparición, e inició urgentes gestiones para intentar resguardar nuestras vidas. Se nos introdujo en un salón. A mí me pusieron en la parte superior de una cama de dos niveles, acostados sobre los fierros, sin colchón, y se me ató de pies y manos a los barrotes. A Amaya lo tenían en una cama cercana a la mía.

Por los gritos motivados por los golpes que permanentemente recibíamos, pude saber que en ese cuarto o pabellón había muchas personas, hombres y mujeres. A una chica que estaba en la cama contigua a la mía uno de los guardianes la sometía a graves abusos sexuales y la obligaba a decir que le gustaba lo que le hacía. La chica lloraba y pedía que no la mataran. Yo supe que estaba junto a una ventana ya que en algunos momentos el sol me daba en la cara, causándome molestias, y también advertí que por ahí cerca pasaban trenes pues sentía los ruidos de sus desplazamientos.

Cuando mi vista se acostumbró a las vendas, o estas se corrían un poco con los movimientos, pude ver que nuestros captores estaban uniformados y calzaban borceguies. Sentíamos gritos, llantos, torturas. Todo era un horror. En lo personal, sufrí la asfixia, la electricidad y un simulacro de fusilamiento, además de la tortura de oír los sufrimientos de las víctimas. Reconocí como militares las ollas grandes en que traían la comida pues eran iguales a las que usábamos siendo conscriptos. Debíamos comer con las manos pues no nos daban cubiertos. Una de las personas que me golpeaba y que sabía de mi parentesco cercano con el presidente Hipólito Yrigoyen, del que soy sobrino nieto, reflejaba su resentimiento histórico diciendo que a él debían haberlo matado.

A Amaya, que era asmático y, como consecuencia de los golpes tenía dificultades para respirar, lo fue a ver un médico que era también militar y le daba órdenes a su asistente: escriba esto, ponga lo otro. El médico dijo que Amaya debía estar sentado en la cama por su dificultad respiratoria. Como me lo contaría él después, dejaron de golpearlo ese día. En tal salón estuvimos una semana y luego fuimos trasladados a otro, que estaba a corta distancia. Ahí siguieron mis sufrimientos, aunque me sacaron la mordaza, pero conservaba la venda sobre los ojos. Me golpeaban con un palo de goma. Sentía que me corría la sangre entre las vendas de la cara.

El silencio absoluto era obligatorio. Los guardias descubrieron que uno de los prisioneros estaba hablando. Escuché que dispararon un tiro y que uno de los guardias dijo algo así como que “este ya no va a hablar más”. Presumí que lo podían haber matado y después se sintieron movimientos y ruidos como que estuvieran retirando un cuerpo. Los guardianes se identificaban con sobrenombres: Zorzal, Laucha y otros parecidos.

Parodia de liberación

Pasé otra semana en ese nuevo pabellón, que era también un infierno, y una tarde, después del mediodía me desataron de los fierros de la cama, fui conducido a una camioneta que alcancé a percibir que era de color celeste. Amaya también fue llevado al vehículo. A él lo colocaron en la parte delantera y a mí en el baúl, que no era cerrado, se trataba de una doble cabina.

Después de una horas de viaje hacia el Sur, pues el sol daba a la derecha del coche, es decir al Oeste, se oyeron unos tiros, el conductor dijo “nos atacan” y se oyeron otros tiros. El vehículo se detuvo y una de las dos personas que nos llevaban dijo “Vamos a librarnos de estos”. Tanto Amaya como yo pensamos que nos iban a matar. Nos agarraron como si fuéramos bolsas de papas y después de balancearnos nos tiraron a un zanjón y partieron. Nos quedamos quietos, terriblemente doloridos por los golpes recibidos por ambos al caer. Hablamos entre nosotros y dijimos: “parece que se han ido”.

Escasos minutos después paró un auto y a los gritos nos enfrentaron diciendo “Somos de la Policía Federal ¿Quiénes son ustedes?”. Nos preguntaron quienes eran los captores. No nos sacaron las vendas porque nos dijeron que nos haría mal a la vista, aunque un rato después, a mi pedido, me las quitaron porque alegué que ya había oscurecido. Nos trataron bastante bien y nos condujeron a la Comisaría de Viedma. En un momento en que quedamos solos con un policía, este nos dijo que su familia era radical y que tuviéramos cuidado, porque no estábamos en libertad sino presos. Nosotros eramos conscientes que estábamos viviendo una farsa en la que los represores querían aparecer como que nos habían liberado de elementos subversivos. Lo que es peor la dictadura informó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA como si esa parodia hubiera sido verdadera.

Cruel epílogo

Así empezó un nuevo capítulo de nuestro calvario, en otros escenarios. Nos llevaron primero al V° Cuerpo de Ejército y dos días después a la Cárcel de Villa Floresta, en Bahía Blanca. Otros presos políticos que habían pasado por el mismo campo de concentración nos informan de la ubicación y que el lugar en donde habíamos estado secuestrados era conocido con el nombre de La Escuelita. Los militares destruyeron las instalaciones, cuando se recuperó la democracia, pero una placa recuerda la nefasta existencia durante la dictadura como lo comprobé en una visita al lugar que hice, acompañado por correligionarios, en una ocasión que fui a dar una conferencia a Bahía Blanca.

Después nos trasladaron a la cárcel de Rawson, otro campo de concentración, donde nos tocó sufrir terribles tormentos, que culminaron con el asesinato de Amaya, al que le quitaron el inhalador y los remedios para el asma que le habían dado en Villa Floresta y lo obligaron a correr. Lo vi a Amaya, por última vez en el baño del pabellón de la cárcel, donde nos encontrábamos. Aunque no nos dejaban hablar le pregunté cómo estaba y me respondió que estaba muy mal y agregó “pero vos estás negro”, aludiendo a los moretones de la golpiza que había sufrido.

Cuando la vida de Amaya se extinguía lo trasladaron a Villa Devoto, donde murió el 19 de octubre de 1976. Es uno de los mártires del radicalismo y la democracia. Otro de los trasladados a Rawson, el justicialista Jorge Valemberg, que había sido presidente del Consejo Deliberante de Bahía Blanca y que era un hombre mayor, también murió como consecuencia de los tormentos. Fueron virtuales asesinatos. En mi caso, en la prisión, se me clasificó, textualmente, como: “delincuente subversivo de máxima peligrosidad”, pasé a ser un prisionero a disposición del Poder Ejecutivo sin proceso de ninguna especie.

Seguí padeciendo en Rawson los cotidianos malos tratos y tormentos hasta que me expulsaron del país y estuve más de seis años exiliado en Francia, un país hospitalario y generoso con los perseguidos. Pero no hay exilios dorados. Tanto mi mujer como mis tres hijos varones también vivieron el destierro.

Después de más de seis años de exilio forzoso puede volver a la Argentina al ganar un juicio contra la dictadura militar que fue resuelto favorablemente por un fallo unánime de la Suprema Corte de Justicia firmado por Adolfo Gabrielli, Abelardo Rossi, Elías Gustavino y Carlos Renom. La sentencia afirmó que sin haber sido nunca acusado de nada ni juzgado por nadie se me había impuesto una pena, la del exilio, la que además no tenía límite de tiempo, pues se me había expulsado para siempre. El voto del juez Carlos A. Renom fue categórico al expresar, entre otras consideraciones, “cabe agregar también que la prolongación de la restricción impuesta (para que no regrese al país) por casi siete años y la ausencia de motivaciones actuales del Poder Ejecutivo que justifiquen la subsistencia de la misma, agravan aún más la situación del caso en que las restricciones vigentes transforman a la medida de excepción, en la aplicación por parte del Poder Ejecutivo de una verdadera pena sine die, accionar este prohibido expresamente por el artículo 23 de la Constitución Nacional”. Mis abogados fueron prestigiosos profesionales como Raúl Alfonsín, Miguel Ángel Martínez, Luis Caeiro, Federico Storani, Raúl Alconada Sempé, Marcelo Marcó y otros amigos.

Así pude emprender el regreso a Buenos Aires, acompañado de mi esposa, dejando París el 2 de junio de 1983. En Río de Janeiro fui recibido y custodiado por colegas del Colegio de Abogados local y por mi amigo, el gobernador de la ciudad Leonel Brizola, quien hizo que uno de sus ministros me acompañase a San Pablo y luego a Buenos Aires y fui huésped de mi compatriota Mariano Giambiagi. Luego seguimos a San Pablo. En las dos ciudades del país hermano mantuve varias entrevistas con autoridades y personalidades. En San Pablo tuve una larga conversación con quien había sido el fundador del Partido de los Trabajadores, Luiz Inacio Lula da Silva, en su residencia de Rua Desembargador Guimaraes, quien años más tarde, en el período 2003-2010, sería presidente de la República. Cuando este me pidió mi domicilio, no pude contestarle.

De Francia me había ido y no sabía qué me esperaba en mi país, si me dejarían entrar, me volverían a expulsar o me detendrían. En ese momento no tenía ningún domicilio.

El 11 de junio entramos a la Argentina en un vuelo que hizo escala en Puerto Iguazú, donde me esperaban amigos radicales como el vicepresidente del Comité Nacional Ricardo Barrios Arrechea, Mario Losada, Víctor Marchesisni y Héctor Velázquez, entre otros y algunos de ellos, como Miguel Ángel Martínez, que había sido secretario de Estado de Obras Públicas del presidente constitucional Arturo U. Illia, se embarcaron para acompañarme hasta el Aeroparque. Ahí nos recibieron Raúl Alfonsín, el embajador de Francia Jean Dominique Paolini, Carlo Alconada Aramburu, Federico Storani, Julio César Saguier, Jesús Rodríguez, Emilio Mignone, Augusto Conte Mac Donald, Guillermo Estévez Boero, Luis Brandoni, Graciela Fernpandez Meijide, Pacho O´Donell, Héctor Lapadú y mucho otros amigos.

Después nos trasladaron hasta la sede del Comité Nacional de la UCR, en la calle Alsina 1726, donde una multitud me esperaba para transmitirme su afecto y reconocimiento. Desde un balcón, me dieron la bienvenida Carlos Contín, Presidente del Comité Nacional y otros oradores, tras lo cual hablé para expresar mi agradecimiento y manifestar la necesidad de proseguir la lucha para recuperar la democracia y la justicia social y alentar el triunfo de la Unión Cívica Radical en las anunciadas elecciones. Pude así incorporarme a la campaña electoral que culminaría el 30 de octubre con el triunfo de la fórmula Raúl Alfonsín – Víctor Martínez, quienes asumieron sus funciones el 10 de diciembre, iniciando un capítulo histórico de la democracia argentina. Es justo recordar que la legalidad no llegó sola ni por casualidad a la Argentina, sino porque hubo una generación, que tuve el honor de integrar, que luchó para reconquistarla.

Hipólito Solari Yrigoyen

Senador Nacional (MC)

Presidente Honorario del Instituto Nacional Yrigoyeneano

Hipólito Solari Yrigoyen (nacido en Buenos Aires el 23 de julio de 1933) simboliza una vida consagrada al ideal de la república y la libertad, de valores absolutos como la democracia y los derechos humanos. En ello basa su adhesión fervorosa y convencida a la causa de la Unión Cívica Radical.

Abogado y defensor de trabajadores y perseguidos políticos, legislador notable, embajador de la Argentina democrática, periodista y escritor, fue exponente del “otro exilio” , el exilio no violento que pacíficamente denunció con valentía en concierto mundial los excesos y terribles violaciones a los derechos humanos en nuestro país en la dictadura cívico militar y exigió en todos los foros internacionales el retorno a la normalidad democrática.

Descendiente del linaje de Alem e Yrigoyen, Hipólito Solari Yrigoyen fue la primera víctima de la Triple A, cuando una bomba estalló en su automóvil el 21 de noviembre de 1973 siendo entonces senador nacional por la provincia de Chubut y vicepresidente del Bloque de senadores nacionales de la UCR. Fue aquél el primer atentado públicamente reivindicado por la organización terrorista de ultraderecha durante el tercer mandato presidencial de Juan Domingo Perón. De aquel brutal ataque salvó milagrosamente su vida ya que le provocó gravísimas heridas y debió ser varias veces intervenido quirúrgicamente como consecuencia de aquellas.

Aquél año y en su carácter de senador, Solari Yrigoyen intervino en el debate de la ley de asociaciones sindicales realizando profundos cuestionamientos a todo el sistema de poder de la burocracia sindical, más interesada en defender sus propios privilegios que los derechos de sus representados. Aquella valiente exposición le valió el rechazo de la superestructura gremial,

uno de cuyos exponentes, Lorenzo Mariano Miguel, a la sazón líder de la UOM y jefe de las 62 Organizaciones lo calificó como “enemigo público número 1”. La falacia de la acusación cae por sí sola si se tiene en cuenta su meritoria actuación como defensor de dirigentes sindicales y presos políticos en las dictaduras de Onganía, Levingston y Lanusse, su condición de abogado de la CGT de los Argentinos y el respeto y amistad que le dispensaron siempre gremialistas democráticos como Agustín Tosco y Raimundo Ongaro.

Luego de aquél ataque Hipólito Solari Yrigoyen sufrió dos atentados más, por parte de los escuadrones de la muerte y en plena dictadura cívico militar sería detenido – desaparecido hasta su expulsión del país y consiguiente obligado exilio, del que regresó pocos meses antes de las elecciones que con el triunfo de la UCR y su candidato presidencial Raúl Alfonsín consagró el definitivo retorno al sistema democrático constitucional.

Entre 1999 y 2002 integró el Comité de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas. Fue fundador y presidente de Nuevos Derechos del Hombre, organización con status consultivo de la ONU. En 2007 fue electo presidente de la Honorable Convención Nacional de la UCR, cargo que ejerció hasta 2012. Es miembro de número y Presidente Honorario del Instituto Nacional Yrigoyeneano. Su acción cívica ha estado orientada permanentemente hacia la defensa, protección y promoción de los derechos humanos.

El manuscrito que aquí se presenta – hasta ahora inédito- constituye una valiosa pieza que sirve como testimonio de su compromiso con esa lucha y los padecimientos que sufrió por su actitud consecuente y valerosa.

Diego Barovero

Presidente del Instituto Nacional Yrigoyeneano