El nombre de Hipólito Yrigoyen fue durante toda su vida generalmente evitado al hablarse de él con alguna intimidad. Siempre se le sustituía por algún circunloquio, alguna perífrasis. Hasta 1910, aproximadamente, era conocido entre los suyos como “el general”, era la época heroica de la conspiración permanente: su figura se proyectaba saliente y misteriosa sobre la logia y el grupo con ese apelativo castrense que decía de disciplina y jerarquía. Luego se lo nombró a través de la figura “las altas direcciones partidarias”, o más concretamente “el doctor”. Después de su primera presidencia, su ancianidad sin decrepitud, su sabiduría hecha de instinto y experiencia y pensamiento constante sobre las cosas que lo apasionaban, lo habían convertido en “el viejo” por antonomasia. Un dirigente conservador bonaerense, Pedro T. Pagés (que terminó siendo ministro del último gobierno radical de Buenos Aires) le colgó el mote de “peludo”, y La Fronda difundió el alias con gozosa maledicencia.
El sobrenombre era todo un hallazgo y tuvo un éxito envidiable. “El peludo” era el bicho sucio, retraído, cobardón, huidizo, enemigo de la luz; su cueva era el refugio tenebroso y hediondo donde se refugiaba después de sus correrías. El remoquete, justo es reconocerlo, tenía más miga y más gracia que aquel de “orejudos” que por muchos años marcó a los conservadores bonaerenses o “gansos” a los de Mendoza… Pero todas las cosas que tienen una tal acogida, intuyen generalmente un oculto sentido que sus mismos inventores no alcanzan a aprehender, porque tienen claves muy escondidas: claves que superan la semántica vulgar y se ocultan burlonamente para chasquear con su repentina aparición a los mismos que las han lanzado a la circulación.
Yrigoyen logró asir la oculta esencia ínsita en su mote. Estando en uno de sus campos con un amigo, conversando al atardecer frente a la casa, cruza delante de ellos precisamente un peludo… Un poco turbado quedó el acompañante ante la indiscreta aparición: mas el caudillo, impertérrito, como un comentario al margen de la plática, apuntó:
- ¿Usted conoce a ese bichito…?
Y ante la loable negativa del interlocutor, musitó como para su coleto:
- Es muy interesante. Cava muy hondo la tierra…